Hoy recordé cuánto te gustan los atardeceres.
Una vez fuimos en bus a la playa. En medio de la nada corrimos al mar y ahí estaba: nuestro primer gran atardecer juntos. Me abrazaste tan rico.
Éramos jóvenes y el atardecer solo fue un pretexto para besarnos hasta que la oscuridad nos recordó que debíamos volver a casa.
Después de quitarme los zapatos, sacarme la basura de los pantalones, quitarme capas de ropa de encima y convencer a la de aduanas que mi gel de pelo no era capaz de explotar en el aire, llegué al avión.
Estrecho, incómodo, con calor. Malabarismo entre pasillos, contorsionista entre una niña y su mamá. Me tocó ventana. El avión corrió rápido, más rápido que los dos escapando en media ciudad. Más rápido que ese beso eterno.
340 kilómetros por hora y pum, a volar. Metro a metro la gente era más pequeña. Metro a metro, el sol tibio dibujaba lagos y montañas. Vos no estabas. Cerré mis ojos y apareciste dormida en mi hombro, estabas a mi lado, y aunque fuera un sueño, nuestros corazones, una vez más, se encontraron al atardecer.
Glasgow. Noviembre, 2021
Deja una respuesta